martes, 4 de noviembre de 2008


La independencia de las palabras.

Excusas, pretextos, disculpas, evasivas y un poco de cháchara.

I.

No escribo, porque cuando encuentro algo para decir tardo tanto en intentar ponerlo en palabras que cuando logro algo legible, el fenómeno a describir ya caducó.

Y si todavía esta vigente, después de ponerle puntos, ajustarle las comas, inventar puentes entre párrafo y párrafo, llega un momento en que el texto me fastidia, me aburre, ya no me parece inteligente, ni lucido y ese algo para decir no existe más.

Hay palabras que me faltan, unas simplemente me desobedecen, otras no se dejan escribir.

El hablar sobre lo que quiero escribir también complica las cosas, porque después de contarlas siento que no hay lector que pueda acercarse al texto de manera virgen, sin ver solamente algo insulso, y no muy bien escrito. Todavía hablo mejor de lo que escribo. Y leo mucho mejor de lo que hablo.

Después de leer varias veces lo que intento escribir, solo percibo errores, palabras que se acercan a lo que quiero decir pero inevitablemente inexactas, ideas que no terminan de encontrarse a gusto con las palabras.

Si aparece alguna combinación exitosa entre palabras, seguramente surgen dos maneras de expresarla, y no me siento capaz de poder elegir entre opciones. Entonces inevitablemente me entrampo e insisto en copiar y pegar en otro documento y persistir con las dos versiones, donde quizás solo hay un adjetivo diferente. Y nada más. Definitivamente una calle sin salida.

En mi entorno hay alquimistas obtusos, francotiradores de palabras, hábiles inflexibles, no abundan las frases analgésicas y más periféricamente quien dialoga a quemarropa, todos, todos eligen las palabras como si fueran bombones.

Los observo con disimulada fascinación y puedo notar como se divierten barajando palabras, para mí inéditas. Como quien al pronunciar una nueva palabra la termina dominando.

Tampoco escribí todavía porque tengo la sensación de tener unos 10 años de edad en la escritura. O a veces creo que escribo como un plomero: no sé armar frases con oraciones subordinadas, y me emociono cuando alguien puede dar la entonación de verbalidad a una frase escrita solo usando los signos de puntuación.

Admiro a quien escribiendo se siente libre, quien disfruta y se siente cómodo.

La mayoría de las veces es para mi un espacio de desesperación: la sensación de la falta de palabras es similar a caminar a 5000 metros de altura sobre el nivel del mar y sentir que el aire que entra en los pulmones no alcanza.

La impresión de que las palabras te ganen es entablar constantemente una lucha desigual.

Las palabras me intimidan, me desvisten, quedo totalmente expuesta, vulnerable.

Hay quien tiene la admirable habilidad de enmascararse en las palabras, en lo dicho. Juegan a adoptar diferentes temperamentos en una discusión y pueden cambiar sutilmente de enunciación maravillando a un interlocutor más tosco.

II.

Aprendí a comunicarme en italiano, en un proceso similar, aunque más veloz, a como aprendí el español. Aprendí hablando, hablando mal.

Recuerdo cada ciudad italiana donde aprendí una nueva palabra. Y cómo fue el proceso de escucharla por primera vez, que te llame la atención, recordarla e intentar usarla en toda ocasión para testear si uno comprendió bien donde y como utilizarla.

Recuerdo la primera vez que pude encontrar una frase perfecta y ponerme finalmente a prueba: y la sensación de conquista al pronunciarla lentamente gozando con cada fonema. Algo similar sucede con las nuevas palabras en español, con el vocabulario académico.

Recuerdo en qué parcial conquisté por primera vez la palabra cristalizar, y la primera vez que escribí hedónico en vez de placentero.

Pero poder exponer las incomodidades no es mas que un pedido de paciencia y de ayuda.

Mientras tanto, no escribir, es como quien decide permanecer callado.

Sepan disculpar las molestias, estamos trabajando para Ud.

III.

En el intento de revertir esta situación de ausencia de escritura, he emprendido un plan de lucha que consta de varias acciones concretas en el marco de dicha imposibilidad.

Compré un Scrabel. Hermoso, original, con el apoya fichas de madera pintada en verde agua...

Volví a otras fuentes. Tomé como material de ayuda de un Taller cursado hace décadas. Donde se aprendían las nociones básicas del lenguaje académico. Elemental, es verdad pero en ese taller me presentaron varias palabras nuevas.


Conseguí el Grates: Diccionario de Sinónimos Castellanos de la editorial Sopena, 1966 (so pena por no escribir). En la portada se posiciona como “… indispensable para ampliar la expresión de una idea, facilitar el trabajo literario, y enriquecer el estilo”. Una joyita que compite (y sale exitoso) con la combinación “ MAY + F7”. de cualquier programa de Word.

Acepté una oferta para trabajar como ayudante en mi escuela de cine natal. Aquí he experimentado las sensaciones más diversas. Por un lado la tranquilidad de entender y haber aplicado muchas veces los conceptos que enseñamos. Tener cinco respuestas o ejemplos posibles para cualquier pregunta, definitivamente relaja.

La primera clase es como un bautismo. Comienzan a escribir en imágenes y sonidos, en un lenguaje puramente descriptivo y descubrí que se divertían equivocándose. No les salía bien y jugaban a intentarlo nuevamente. Se reían, disfrutaban.

Entonces saqué la incompleta conclusión de que no escribo porque soy una amarga, que con las palabras no me río, batallo demasiado.

En este pequeño pero emotivo acto comienza un programa que comprende el alto el fuego, la retirada de tropas súperyoicas y un tercer tiempo (como en el rugby) en donde se olvidan las antiguas contiendas y comienza la reconciliación con las palabras.

Podría decirse que este, es el comienzo de una gran amistad.